domingo, 19 de noviembre de 2006

No escuchaban nada

No escuchaba nada más, sólo la música. De la parte de arriba, caían gotas gordas sobre un charquito pequeño y producían otras pequeñas gotitas, y unas grandes ondas, como de oleaje furioso. Sobre las perturbaciones bailaba una colilla fumada hasta el filtro, amarillenta por la parte blanca. Las gotas tenían ritmo al caer, y las gotitas también, y las ondas, pero no el baile de la colilla, que oscilaba evidentemente desordenada, violenta, con miedo de tener huesos, por que se los rompería todos de pura violencia. Sacudida, húmeda y maloliente náufraga, consumida hasta los huesos que no tiene. Los coches también pasaban desordenados. Pero también había ritmo: el semáforo de los peatones pitaba primero rápido, luego un poco más lento, acompañando el parpadeo verde del peatón. Después de eso, todo rojo: prohibido para los peatones y para los coches. Y después los coches podían pasar, y lo hacían. Aceleraban muy rápido y pasaban levantando el agua del asfalto, haciendo ese ruido que hacen los coches, dándose el relevo, desplazando el aire. Cuando paraban, el peatón reverdecía y el pitido informaba a los ciegos ausentes de que ya podían cruzar sin ser atropellados.

No escuchaba nada más, ni los pitidos, solo la música. Ella estaba sentada encima de unos periódicos viejos con los que había intentado secar su parte del banquito, la de la derecha. Tampoco escuchaba nada más, o eso parecía. La pierna derecha cruzada sobre la izquierda de esa forma que las cruzan ellas: completa y naturalmente. El pie de la pierna suspendida tenía ritmo, como las gotas. No podía mirar el pie y las gotas a la vez por que el uno quedaba a su derecha y las otras a su izquierda, pero hubiese jurado que pulsaban a la vez. Incluso pensó que las gotas caían por que el pie pulsaba, gracias a él y sólo por él. Si el autobús llega y ella se levanta a cogerlo las gotas se quedarán quietitas arriba, inmóviles.

No escuchaba nada, ni los pitidos, ni los coches, ni los autobuses que esperaba, solo la música. Ella estaba sentada encima de unos periódicos viejos con los que había intentado secar su parte del banquito, la de la derecha. Tampoco escuchaba nada más, o eso parecía. Él tenía los dos pies apoyados en el suelo, firmemente. Llevaba el ritmo con el talón. Entre las gotas y el pié suspendido. Encontró la solución al dilema: miró el pie de ella, pulsó a la vez, acompasó la velocidad hasta mecanizar el intervalo y entonces apartó la mirada y se fijó en las gotas. “Pok, pok, pok…”. Se quedó un tiempo absorto. Tenía la sensación de que la responsabilidad ahora era suya, el pie pulsaba al mismo tiempo, no había duda, las gotas caían con él y si paraba, las gotas pararían. Estaba atrapado. Pero no estaba solo, ella estaba allí, pulsando con él y con la lluvia, o eso creía. Miró a su derecha. Había desaparecido. Miró al frente. Ya estaba dentro del autobús. Huyendo.

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