martes, 26 de diciembre de 2006

Sergio

Cuando tuvo tiempo para pararse a pensar, a hacer recuento, se dio cuenta de lo solo que estaba. Fue un día a finales de diciembre, una tarde de esas que anochece temprano, justo en el momento en el que el aire oscurece, las farolas se encienden y el cielo se mantiene azul como un diamante, limpio, sin una sola nube. Estaba sentado en un banco de piedra en la Plaza de Santa Ana, las piernas cruzadas, casi sentado sobre sus tobillos, un libro en las manos y la cara resguardada en una braga de forro polar que se calentaba con sus expiraciones. En el bolsillo interior del abrigo, un viejo discman Sony hacía girar una copia desgastada del Kid A. A medida que el cielo perdía luminosidad, la plaza en cuesta se iba llenando de pobres sin techo que se reunían allí para beber y sonreír un rato engañados por el alcohol. Una pareja, él vestido con unos pantalones de pana roídos y un jersey de lana, ella con unos vaqueros sucios, un jersey azul y encima un abrigo morado que le quedaba pequeño, los dos sin apenas dientes, se besaban en el banco de enfrente. Al separarse, se miraron a los ojos, y él la abrazó. La música le abordó como una revelación “I'd really like to help you man I'd really like to help you …”.

Sergio hundió la cabeza en sus manos buscando una respuesta entre los dedos, se apretó los ojos hacia dentro hasta el dolor leve y se esforzó por salir de su cuerpo, por desmaterializarse y anochecer como el día que se consumía, para amanecer en otro lugar, lejos. Sergio llevaba mucho tiempo sin querer ser Sergio. Sergio creía que la vida es como los juegos, que cuando te equivocas de camino puedes volver atrás, al punto donde guardaste la partida, y retomar desde allí la existencia. Sergio creía que el tiempo era un espacio sólido que uno podía recorrer hacia adelante y hacia atrás, como un camino de tierra entre los cedros. Pero Sergio había aprendido que no.

Con 24 años, vivía en Madrid gracias a que su madre, a espaldas de su padre, que había renegado de él, le ingresaba mensualmente un dinero que le ayudaba a subsistir. Vivía alquilado en un bajo cerca del puente de Vallecas y trabajaba de reponedor en El Corte Inglés de Sol. Había dejado la carrera de Filosofía a la mitad y aun le quedaban algunas asignaturas de 4º y todo 5º. Pensaba para si que las terminaría algún día, pero en el fondo sabía que no lo iba a hacerlo. Había dejado de escribir y cada vez leía menos. Había pasado de salir con una chica preciosa que conoció en el segundo año de carrera, Elena, una morena vitalista, inteligentísima y simpática que le quería; a mirarles el culo a las chicas que ofrecían turrón en la entrada de aquellos grandes almacenes. Su vida sexual se reducía a la autosatisfacción desde hacia ya casi un año. Su hermana había conseguido una beca para estudiar biología marina en Finlandia. Marta era muy inteligente y a pesar de ello, le quería. La despidió en el aeropuerto el día que salió a Helsinki. Ella le deseo suerte. Le dijo: Sergio, por favor, acaba la carrera y no dejes de escribir. Le dolía más por ella que por él mismo.

Los amigos de la facultad los había perdido a base de ignorarles y darles largas. Todavía le llegaban los mails en cadena de alguno, e incluso a veces alguien le escribía un mensaje para preguntar por su vida. A los amigos que había dejado en León también los perdió a base de no verles. Cuando regresaba a casa, en verano normalmente, le trataban bien, pero como a un visitante más que como a un amigo. Sergio no tenía raíces, sólo ramas cada vez más desnudas y hojas que caían al suelo trazando espirales al volar.

Pero Sergio era fuerte, iba a salir adelante, a cambiar de vida, solo necesitaba un punto de inflexión, un detonante, una chispara para encenderse y renacer. Empezó por levantarse y estirar las piernas, la izquierda completamente dormida y largarse de donde estaba. Cerró el libro, lo metió en bolsillo y se quitó los cascos. Tanteo el bolsillo trasero de sus vaqueros y notó un billete. Bajó hasta un Starbucks cercano, entró y se decidió por un chocolate caliente.

- ¿Su nombre?
- Héctor.

domingo, 24 de diciembre de 2006

Cuanto de Navidad

Un día, por estas fechas, llegó a mi casa de algún modo inexplicable una felicitación de Navidad. Había aparecido una mañana frente a la puerta, abandonada como un cesto que contuviese a un recién nacido. Mi madre abrió la puerta para barajar el cielo y el paisaje buscando en ellos, como cada mañana, alguna certidumbre con la que pasar el día. Observó el horizonte vacío, las montañas con las primeras nieves, el 4x4 familiar con los cristales anegados de hielo, los árboles desnudos de la entrada: el vacío enorme que nos rodeaba en todas direcciones desde que mi padre había decidido cambiar de vida, renunciar al mundo, al odio, y huir con mi madre y conmigo a las montañas. Fue al bajar la mirada, en un gesto distraído, como recordando de pronto de que había un mundo por debajo, cuando la encontró.

Entró en casa con ella en la mano y la dejó encima de la mesa de la cocina. Mi padre bebía café en una taza grande del Starbucks y ojeaba un dominical atrasado con Scarlet Johanson en la portada. Al principio no prestó atención y siguió leyendo. “Yassir, mira lo que había en la puerta”, dijo al fin mi madre con los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho. Entonces miró: un pequeño rectángulo de cartón fino, de tamaño cuartilla, rojo por los bordes y blanco por la zona central. La frontera entre los dos colores pretendía dar la sensación de que el fondo era rojo y el blanco correspondía a la nieve. Sobre esta había escrito un pequeño mensaje: “El BSCH le desea una Feliz Navidad”, rematado más abajo, en la esquina inferior derecha, con el lema: “Queremos ser tu banco”.

Con la mirada clavada en aquello, mi padre cerró el dominical y dejó el café sobre la mesa. Aun sin perderlo de vista, como si mirase una bomba a punto de estallar, se levantó, muy lentamente para no producir vibraciones. La imagen era terrible. Yo miraba desde el marco de la puerta intentando comprender el significado de aquel rostro. Nunca había visto a mi padre tan ausente, tan derrotado, tan descubierto. Con dos dedos, como alzando el cadaver de un pájaro muerto, levantó la tarjeta, se acercó el cubo de la basura y la tiró. Una esquina roja permaneció fuera aun después de haber cerrado la tapa. Yo fui el único en percatarse. Me quedé observando aquel punto de color mientras mi padre volvía a tomar asiento y apoyaba los codos sobre las rodillas, la frente en la palma de las manos y barajaba con los dedos el cada vez más escaso pelo cano. Aquella esquinita contrastaba con todo lo demás: con el paisaje, con la nieve, con la madera de las paredes, con el camisón de mi madre… era un objeto fuera de sitio, una grieta en el mundo real por la que, en esos momentos, mi padre discurría hacia su propio pasado.

Tardamos dos días en recogerlo todo y bajar a la ciudad. Mientras mi madre metía la ropa en los armarios, mi padre fue a morir al hospital.

martes, 19 de diciembre de 2006

Competir con el croissant.

Por fin lo he conseguido. Y estoy satisfecho. Hoy es mi primer dia libre desde hace unos diez. Escribir un reportaje es así de absorbente. Ahora lo miro todo desde lejos y me parece que todo eso no lo he hecho yo mismo. Tenía decenas, centenares de folios de ducumentación, conseguí las entrevistas adecuadas, las declaraciones que necesitaba, las fotografías que ilustrarían el texto, acordes con él. Un trabajo duro. La noche anterior a la entrega, la del Jueves, fue muy dura; ajustando las palabras, repasando la adjetivación, la esturcturación general, la forma de cortar los párrafos, la distribución de las citas, la dosificación de las imágenes más potentes, la forma esconder los datos en el cuento, en el relato que debería competir con los croissants.
Había conseguido un final que cerraba el texto como un círculo, una bofetada literaria que te devolvía al principio dejándote una agradable sensación de plenitud. El titular era como un anzuelo de tinta: "El sueño de estar muerto". Quizás el enésimo reportaje sobre eutanasia. Dificil darle otro enfoque que no sea el de la contraposición entre el derecho a morir dignamente de quienes lo reclaman, y el problema moral que plantea legalmente el matar a alguien que podría permanecer con vida. A pesar de todo, creo que es un buen trabajo. Lo publican hoy. Ya está en la calle.

Lo tengo delante de mi, a dos páginas, fotos a color. Es sábado y estoy en una cafeteria espiando a los lectores. Los inquilinos de las cafeterias los sábados por la mañana beben de otra forma, fuman de otra manera, con otro gesto. Están más tranquilos, saborean el humo y el sabor tostado del café, se lo pasan por las encias, vuelcan enteras las bolsitas de azucar, piden la leche caliente y dejan que se temple sola. El hombre de la mesa de la izquierda ha empezado a leer el periódico por detrás. Leé la contraportada entera. Luego lo abre por las páginas de opínión y mira quién firma los artículos, pero no parece interesarle ninguno y retrocede hasta internacional. Se detiene en una noticia sobre México y lee la entradilla de otra sobre Rusia. Luego pasa las páginas desordenadamente, como perdido. Tenía un plan, un orden establecido, pero sólamente llegaba hasta ahi: contra portada, opinión, internacional. Al pasar de nuevo por opinión, lee el chiste, sonrie, pero no demasiado, más que gracioso le ha parecido inteligente. Mi reportaje aparece poco despúes. "EL SUEÑO DE ESTAR MUERTO". Ojea las fotografías, lee los pies de foto, vuelve a mierarlas. Clava los ojos en los globos ocularares inexpresivos de un hombre tetraplégico al que le pasa un tubo por la nariz. Ve la muerte. Se asusta. Devora con los ojos las arrugas en calma de la frente del hombre, profundas como grietas sin fondo. Casí puede notar el aliento de la desesperación.

Pasa página, termina el café, y muerde el croissant.

sábado, 2 de diciembre de 2006

Relevo (2.'en el despacho')

Era pronto aun, las 11 de la mañana. Había volado toda la noche y había llegado temprano al aeropuerto. El taxista había dado más vuelta de la necesaria, pero me daba igual, me apetecía dar pasear y recordar lo poco que me gusta Madrid. La factura iba a pagarla la empresa. Me reconfortaba ese pequeño acceso de maldad, estar callejeando cerca del parque del retiro costándole a mi jefe in dinero innecesario.

Primero tenía que pasar por la oficina a firmar unos papeles y recoger las llaves de su nuevo piso. El portero me saludó efusivamente. Estaba cojo y era calvo desde los 30 años. A pesar de todo tenía mujer e hijos. “Cualquiera puede casarse”, pensé. Iba con prisa, pero le agradecí los cinco minutos de conversación durante los que me enteré de que al pobre hombre habían operado de la espalda hacía un mes. Para colmo su mujer se había separado de él ("le habrá dejado por calvo", pensé) mediante un divorcio express que consiguió tras argumentar unos malos tratos que no existieron nunca. O eso decía él. Desde luego yo no le veía capaz ni de matar una mosca. Ahora estaba en juicio, soltero y en postoperatorio. No encontró la diferencia. Estaba en rehabilitación, cicatrizando en general.

El taxi esperaba y la factura seguía aumentando. Podría haber acabado la carrera ahí; hubiera sacado la maleta del taxi, el cojo cicatrizante se la habría cuidado gustoso y yo habría subido tranquilo a hacer lo que tenía que hacer. Pero en realidad no necesitaba esa tranquilidad, estaba disfrutando estúpidamente con aquello.

Sabía que llegaba tarde, no demasiado, pero si suficiente. En el descansillo me encontré con el tipo al que tenía que sustituir. Lo normal era no verle, de hecho no le había visto nunca en persona, pero le conocía por fotos. Aquel era uno de esos auténticos gilipollas melancólicos que necesitaban la tristeza como un hemofílico necesita la sangre. Irascible y depresivo. Burdamente irónico. Torpe, triste y marrón. Ojos lluviosos y humor dicotómico. Una calamidad imbuida de un patetismo que se acentuaba notablemente con los sarcasmos mal logrados que soltaba como si fuesen genialidades. “Es la última vez que me quedo mas tiempo por que a ti no te sale de los cojones llegar a tu hora. Pero ¿quién te has creído que eres? ¿qué piensas, que yo no tengo más cosas que hacer? ¿eh? ¿crees que eres el único con una agenda apretada? Mírate, con esa maleta vieja. Vaya cara de pasmado, ¿qué miras? Aprende a ser un profesional”. No le partí su puta bocaza por no tocarle. Prefería dejarle marchar después de su monólogo, frustrado por no haberme inmutado con su retahíla de preguntas y ataques personales. Patético berrinche. Los dos sabíamos que no podía irse hasta que yo no llegase a la ciudad, éramos parte de una sucesión, yo iba después de él como el lunes va después del domingo.

El jefe no dicho nada, sabe que no merece la pena discutir, las cosas cambian con el tiempo y normalmente no hay nada que hacer. Nada más entrar me dio la mano y se puso detrás de la mesa a mirar por la ventana. Era un octavo con buenas vistas. Tardó un par de minutos en darse la vuelta y yo ya había tomado asiento en una vieja silla coja de patas metálicas forrada de “piel”. La suya, sin embargo, era una butaca mullida de Piel marrón. Había que dejar claro quién mandaba. Sentado en mi silla era imposible revelarse, imposible tener orgullo, imposible tener valor y sentirse suficientemente bueno como para ascender y desbancar al jefe de su butaca y su despacho con vistas. Era una batalla psicológica perdida de antemano. Para ganar, había que evitar aquella silla. Yo acababa de perder. Pero era una batalla que no me interesaba, estaba mejor así: viajando. Además, ya lo dije: no me gusta Madrid. No sé por que tendría que querer quedarme aquí. Prefiero el hemisferio sur. Me gusta sentirme pobre, estar con los débiles. En el fondo, yo también tengo algo de melancolía, pero no es un sinónimo de mi mismo. Yo no soy melancolía. Esa tristeza solo me roza, no nos conocemos, nos sentimos, pero no nos analizamos, no profundizamos en uno en el otro, nos besamos y nos dejamos marchar.

“No se lo tengas en cuenta, ya sabes cómo es", dijo en cuanto se hubo acomodado, "le he ofrecido baja por depresión, que se tome unas vacaciones, pero no quiere. Dice que morirá trabajando”. Suspiró, se sentó, se inclinó hacia su derecha y abrió uno de los cajones del escritorio. Sacó unos papeles, los colocó encima de la mesa y les echo un vistazo rápido por encima. Lamió repugnantemente el dedo corazón de su mano izquierda –es zurdo- y pasó las páginas. Seis, conté. Agrupadas por parejas y en un intervalo de colores blanco-rosa, blanco-rosa, blanco-rosa. “Toma, tienes que firmar las blancas aquí abajo”, dijo señalándome con el dedo la esquina inferior izquierda. Me sabía esos contratos de memoria, eran temporales, de aproximadamente tres meses, aunque yo también dependía de que me sustituyesen a tiempo, con lo cual tampoco me preocupaba. El día antes de irme simplemente me llamarán y me dirán: “mañana te vas, pásate a primera hora por el despacho con los informes y las llaves del piso”. Era sencillo.

Volvió a inclinarse.

“Estas son la llaves se tu piso. Calle del Limón número 16. Es un piso pequeño pero te apañarás.”

Me las meto en el bolsillo y me levanto. Entonces me acuerdo.

“Voy a necesitar algo suelto para el taxi, jefe.”
“¿Cuánto?”
“Pues no lo sé, había un atasco terrible para entrar –miento- y ahora está ahí abajo esperando.”
“Toma, 70€, es todo lo que tengo. El piso no está lejos de aquí, si te cuesta más que eso mándale a la mierda de mi parte.”
“Lo haré, jefe.”


(PD: mejor en primera persona)

viernes, 1 de diciembre de 2006

Relevo (1.'el apartamento')

Introdujo la llave en la cerradura y sintió las vibraciones del acoplamiento de los dietes en el interior. Giró a la izquierda y sintió que la puerta se liberaba del marco. Las bisagras crujieron primero agudo y después grave. Ante si encontró el apartamento desnudo. En las paredes, las marcas blanquecinas de cuadros ausentes. El olor a cerrado y a polvo en los rincones. La penumbra viciada y solitaria de una casa sin dueño.

Entró y dejó la maleta de piel allí mismo. Era un piso pequeño. Una habitación a la izquierda comunicaba con un salón modesto que quedaba en el centro, delante de la puerta, y del que salía, hacia la derecha, un pasillo que acogía un baño pequeño y una cocina dimunita. Detrás de la puerta de entrada encontró un paragüero y una pieza de madera clavada en la pared para colgar los abrigos. Se quitó la bufanda, la gabardina, y los colgó.

Fue al baño y abrió el grifo del lavabo y el de la ducha. Las tuberías se quejaron y vibraron con un sonido grutal y metálico que agitó un poco las paredes. A trompicones, como tropezándose, tosiendo como un abuelo asmático, el agua, amarilla, empezó a fluir. Los dejó abiertos mientras hacía pis y tiraba de la cadena; también mientras iba a la cocina a abrir el grifo del fregadero. Una vez allí encendió la caldera usando su mechero y buscó un enchufe para la nevera, pero iba a tener que separarla de la pared. No tenía fuerzas. Además, no tenía comida que refrigerar. Volvió al baño a cerrar los grifos y comprobó aliviado que el agua ya era limpia. Cerró el grifo del lavabo y el frío de la ducha: quería ver si la caldera calentaba. Al rato desistió. Regresó a la cocina y también cortó el agua. El silencio momentáneo dejó paso al murmullo de la ciudad, un susurro que se colaba por las ventanas sucias. Las abrió todas: la de la cocina, que a penas era un tragaluz; la del salón, por la que entró un viento helado que le limpió de antigüedad y claustrofobia los pulmones; y la modesta ventanita de la habitación.

No había armarios empotrados en ella, era un alivió. Siempre tenía la sensación de que la pared iba a tragarse su ropa. Tenía la sensación de que alimentaba a un gran monstruo de madera con un estómago que se perdía en el infinito de las paredes; un bicho insaciable atrapado entre los muros de carga del edificio; una bestia que intentaba liberarse para devorarlo todo: la cama, las cortinas, el sofá, la televisión. En esa casa desde luego no había nada más que devorar. El vater le pareció demasiado asqueroso incluso como para comida de armario empotrado, y la nevera tenía un especto fiero y no creía que el armario se hubiese atrevido a plantarle cara. No descartaba incluso que, en su calidad de electrodoméstico, la nevera saliese en defensa del televisor.

El armario no empotrado era, en fin, inofensivo, y estaba vació. La mitad de la izquierda por completo y la de la derecha tenía hasta media altura una estructura de madera con cuatro cajones, también vacíos. No lo ponía, pero tenían nombre: calzoncillos, calcetines, camisetas interiores, y resto de cosas. Debajo del cuarto cajón, el último empezando por arriba, guardaría dinero y cosas importantes. Era un sitio perfecto para papeles los papeles confidenciales que no manejaba y las cartas sexualmente explícitas de las amantes que no tenía.

Debajo de la cama, una caja de cartón remendada con cinta de celo ancha contenía a duras penas una manta verde, una sábana que había sido blanca y una almohada famélica que se había autoconsumido con el tiempo como un preso en huelga de hambre. Puso la caja encima del colchón y estiró la manta y la sábana. Volvió hasta la puerta y arrastró la maleta a la habitación para ponerla también sobre la cama. No había traído consigo mucha ropa a pesar de que sabía que tendría que estar unos meses. Colgó sus dos chaquetas con sus dos pantalones de vestir, también los dos pares de vaqueros de tela clara, las camisetas, tres negras exactamente iguales y una blanca, todas sin marcas ni nada más que color plano, un jersey de lana negra y unas zapatillas de andar por casa que tenían agujeros en la punta y las suelas despegadas por los laterales.

Los calzoncillos blancos idénticos los metió en el primer cajón. Los calcetines, todos del mismo azul marino oscuro, en el segundo. Las camisetas interiores en el tercero. En el cuarto metió la pistola, un par de bragas de su ex mujer, una foto de su ex perro jugando con su ex hijo, y un bloc de notas que había comprado en el aeropuerto y en el que sólo había escrito: “la vida es una mierda y hace frío”.