sábado, 31 de marzo de 2007

El ritual

Cuando discutía con su mujer hacía cosas extrañas como no remover el café después de echarse el azúcar y tomárselo amargo; luego saboreaba el azúcar no disuelta que quedaba reposando en el fondo de la taza; hacia aquello y también escuchar las noticias en una emisora de radio que las contase en contra de sus convicciones ideológicas –que ahora no vienen al caso-; y también procuraba aparcar su coche en lugares donde pudiera rayárselo, y no plegaba los retrovisores ni tiraba muy fuerte del freno de mano. Durante el periodo que duraba el enfado, que dependiendo del origen del mismo oscilaba entre las pocas horas y los tres días, se abandonaba a estas y otras prácticas temerarias como acordarse, en primer lugar, de sus exnovias, proyectos fracasados de vida en común, conatos de amor desatendidos por la suerte; después, de las amantes, no muchas para su desgracia; y más tarde, de los flirteos más prometedores, de las seducciones más estratégicas, de los mejores cruces de miradas en la oficina, en el metro o en los semáforos, y así, indolente, iba descendiendo hasta llegar a Tania.

Aquella mañana había discutido con su mujer por que ella quería hacer más cosas de pareja, ir más al cine, salir más; le acusaba de tenerla encerrada en casa, de querer hacer el amor cada vez de forma más mecánica y ritual, de estar absorbido por su trabajo, y hasta llegó a insinuarle que tenía sospechas de no ser la única mujer de su vida. Todo eso, como no podía se de otra forma, le ponía muy nervioso y le enfadaba. Aquella mañana habían vuelto a discutir por lo mismo. Él aguantó estoico la bronca, desayunó y se fue a trabajar, pero no lo hizo. Llamó a la oficina para decir que se encontraba mal, se disculpó por avisar con tan poco tiempo, montó en el coche y lo aparcó unas manzanas más allá para que su mujer no lo viese en la entrada cuando saliese a trabajar. Ella salía más tarde, casi a las diez. Hasta hacía unos meses, trabajaba de escaparatista para una importante cadena de tiendas de ropa, pero había perdido el puesto a favor de un francés a todas luces más innovador que ella. El mes pasado había conseguido colocarse como profesora en una escuela de diseño y publicidad. El puesto le daba menos trabajo que el de escaparatista, pero también menos dinero y menos satisfacción personal. Últimamente ella estaba cada vez más triste y era víctima frecuente de carencias afectivas que la animaban a buscar en su marido un amor que este reservaba para sí mismo.

Esa mañana, él no tuvo problema para encontrar un sitio para el coche que, dicho queda, fue aparcado peligrosamente cerca de unos cubos de basura, con los retrovisores despegados y el freno de mano haciendo teatro de variedades. Compró el periódico –uno que contaba las noticias desde las antípodas de sus convicciones ideológicas- y miró la hora: las nueve. Se metió en una cafetería asegurándose previamente de que en ella se podía fumar y de que, de hecho, había gente fumando. La mayoría eran jubilados y parados infectados de costumbre y barbas grises. Se sentó y pidió un café en el que, ya saben, vertió todo el azúcar, pero no metió la cuchara. Leyó atentamente los titulares de casi todas las noticias y sólo se saltó el suplemento sobre tecnología, el suplemento de vivienda, y la zona central del periódico, páramo infame al que nunca prestaba atención. Así pasó tres cuartos de ahora, sin probar el café. Cuando se acordó, ya estaba frío. Lo tomó por penitencia y saboreó lentamente el dulce caramelo que le aguardaba al final. En ese momento de éxtasis, empezó a acordarse, víctima también de la costumbre y asaltado por un resorte mental que era parte del tratamiento que se autoinflingía en estas ocasiones, de sus exnovias. A las diez y cuarto ya rememoraba a la chica que le miró penetrantemente desde la parada del autobús y, a las diez y veinte, había llegado a Tania.

Tania era como una isla virgen, un lugar donde su mente podía pararse a reposar, un trauma maravilloso, un estigma atávico e imborrable, una tabla en medio del océano, un privilegio. Tania era su otro futuro, la persona con la que hubiera sido feliz en la realidad paralela que no habitaba, pero a la que creía poder mudarse en cualquier momento. Cuando las cosas iban mal con su mujer, cuando discutían, siempre, después del ritual el azúcar, pensaba insistentemente en Tania y pensaba que siempre podría volver a aquel instante en que la conoció, convencido de poder hacer las maletas y regresar el pálpito primero, al comienzo mismo de la bifurcación, para evitar el error. Sentía aquello cada vez que la rememoraba y saboreaba la convicción de que ella también estaba esperándole en alguna parte.

Volvió a casa dando un paseo y entró en el baño con el periódico debajo del brazo. Se bajó los pantalones, los calzoncillos, se sentó en la taza del váter y abrió sobre sus rodillas el periódico. Pasó rutinaria y ruidosamente las páginas buscando algo, pero ya estaba todo leído. Los suplementos los había dejado en la cafetería así que, a falta de otra cosa, se detuvo en los anuncios de contactos. “Sonia. 19 añitos. Te haré disfrutar como nunca. Griego profundo y francés tragando. Repite las veces que quieras”; “Amigas ninfómanas. Ven a visitarnos. Recibimos desnudas. Insaciables. Haremos realidad todas tus fantasías.” Al tercer anuncio ya estaba excitado, sorprendente. Terminó tan rápido como pudo su tarea principal y, tras limpiarse y tirar de la cadena, se fue a su habitación a continuar leyendo. “Alicia. Jovencita, 120 de pecho. Beso negro y francés natural. Penétrame”. No podía creerlo pero, aquellos anuncios, calcos unos de otros, le habían excitado hasta el punto de que, casi inconscientemente, había empezado a masturbarse. Pronto se le acabaron los anuncios destacados que venían acompañados de fotografía y tuvo que buscar entre los otros, más modestos y ordenados alfabéticamente, algo que mantuviese la tensión. Decían lo mismo: “Ana. 18 añitos. Te recibo sola en mi piso. Griego natural. Viciosa. También hoteles”. Pasó así desde Ana hasta Silvia, pasando por Elena y Marta y, cuando iba a deshacerse de placer, leyó: “Tania. Ven, te estoy esperando”. La erección se desplomó como un pájaro abatido pero el corazón siguió bombeando con fuerza.

Tras el impacto inicial, se sentó en el borde de la cama y se dobló sobre si mismo para buscar su móvil en el bolsillo derecho. Lo encontró y marcó el número de Tania. Tras dos tonos, una voz familiar contestó:

- ¿Sí?
- ¿Tania? ¿Eres Tania?
- Si, soy yo.
- Tania, he visto tu anuncio en el periódico, yo también te he estado esperando Tania. Te he querido siempre. Siempre Tania.
- ¿Pedro?
- Si mi amor, mi vida, soy Pedro. Sé que tú también estabas esperándome. Te necesito Tania. Quiero escapar de mi vida. Odio esto.

Hubo un silencio. Después, Pedro escuchó a su mujer llorando al otro lado.