jueves, 15 de febrero de 2007

Ideas de Camus

El pánico le dejaba a duras penas ver la imagen de Cristo. Cuando conseguía reunir valor y fuerzas para levantar la cabeza y enfocar con sus pupilas cansadas aquella estampa cadavérica, veía la imagen de un hombre derrotado, con la boca abierta, las costillas fluyendo desde el fondo del cuerpo, y comprendía que no podía ceder.

La misma diminuta y afiladísima navaja francesa que le había rajado la sotana se paseaba ahora desafiante por su cuello. La mano que la sostenía, inundada de venas azules, restregaba la hoja fría del arma contra su nuez temblorosa. El hombre incorporó de pronto.

- Padre, voy a serle sincero: no quiero matarle; no quiero hacerle daño. También yo soy un hombre religioso ¿sabe? – Hizo una pausa para inspirar profundamente - Pero también yo tengo que ganarme la vida de alguna forma ¿comprende?

Silvio estaba desnudo, casi congelado, atado a una silla con una cuerda de nylon, las manos sujetas fuertemente tras la espalda con abrazaderas de plástico. Dos tiras de cinta americana en la boca. Dentro habían metido un trapo sucio. Toda la saliva que producía la absorbía el trapo, la boca estaba empezando a secársele.

El que había hablado era un hombre muy alto, siniestro por su aspecto, con el pelo brillante y largo hasta los hombros. La cara grisácea y algo picada. Con al menos dos cicatrices: una en la frente, sobre su ceja derecha, y otra debajo del labio, también en su lado derecho. Vestía un traje gris muy nuevo y unos zapatos negros cubiertos por el polvo de fuera. Los ojos verdes y la barba a modo de sombra. Hablaba muy despacio, en un tono bajo y grave, con la voz paternal y con la dicción serena de quién se dirige a un niño de cuatro años que no quiere irse a la cama. Cuando se acercaba mucho a Silvio, bajaba aun más el tono hasta convertir su voz casi en un susurro; entonces la paternalidad y la calidez se tornaban en maldad y sadismo.

- Sabemos – continuó mientras jugaba hábilmente con la navaja – que vino aquí anoche. Le vieron entrar. – Hizo una pasa y se acercó a Silvio. Se puso de cuclillas frente a él – Usted fue el último en verle y sabe dónde está. De eso no cabe duda.

Claro que lo sabía. El hombre al que buscaban era Diego, uno de los mejores amigos que había tenido jamás. Uno de los pocos se podría decir. Diego y él eran amigos desde siempre. En aquel pequeño pueblo del pirineo leridano uno tenía, en aquella época, poca capacidad para elegir sus amistades. Diego era el cuarto de seis hermanos. Una familia muy buena. Siempre había sido muy inteligente, desde pequeño, y había aprendido a ganarse la vida con la ganadería. Alto y fuerte desde los catorce años y travieso como el mismo diablo. Se casó joven y tuvo tres hijas. La más mayor tenía ahora dieciocho años y la más joven siete.

Silvio y Diego habían sido monaguillos en aquella iglesia y los dos se habían escondido del cura en aquella capilla lateral en la que ahora Silvio se entumecía de frío. Diego dejó rápido la vida eclesiástica, pero Silvio continuó, primero por inercia y después por convicción, henchido de fe. Diego iba muy a menudo a verle para hablar. Cuando empezó la guerra perdieron el contacto y nunca volvió a verle. Hasta la noche anterior. Diego había llamado aterrado a la puerta trasera de la iglesia. Su aspecto era lamentable. Parecía haber envejecido diez años durante los últimos tres. Vestido casi con harapos, la barba canosa, el rostro desencajado y el pelo sucio y lacio. Silvio le invitó a pasar y Diego le contó cómo, a unos 40 km de allí, hacía dos noches, había matado a dos policías mientras huía de un pueblo. “Ha sido un accidente Silvio, te lo juro, me perseguían para matarme por que me habían confundido con otro hombre. Uno de ellos me disparó y yo respondí, pero no quería matarle. Joder Silvio, le di en el pecho por error. Puta mala suerte. Luego el otro entró en cólera y vino a por mí… Si no le llego a matar yo me hubiese matado él a mi”. La mujer y las hijas de Diego habían logrado escapar a Francia casi al principio de la guerra y ahora él no tenía nadie que le ayudase a huir.

- Qué… ¿vas a decirnos dónde está?

Silvio no movió un músculo. El hombre se incorporó lentamente, se estiró la parte inferior de traje, suspiró, se metió la pequeña navaja en el bolsillo del pantalón y en un ataque de ira, con la mano abierta, le propinó a Silvio una bofetada cuyo eco se mantuvo unos segundos rebotando en las pareces de la capilla. Aquello pareció relajar bastante a aquel hombre Los dos que le acompañaban se habían mantenido hasta entonces en un segundo plano, sentados en un par de sillas y uno de ellos casi había llegado a dormirse. En ese momento levantaron la cabeza sobresaltados y vieron como su jefe le propinaba un segundo golpe, ese con el puño, suficientemente fuerte para fracturarle la mandíbula. Luego un tercero y un cuarto abrieron el labio inferior de Silvio que empezó a sangrar mansamente. Un dolor intenso acudió a la sangre. Silvio mantuvo la cabeza agachada y los párpados apretados con fuerza, temiendo un quinto. Al no llegar, abrió los ojos. El hombre le había dado la chaqueta gris a uno de sus secuaces y ahora estaba mirándole fijamente mientras terminaba de remangarse la camisa.

Silvio no podía decir nada.

- No se haga el héroe padre – dijo mientras se giraba para darle la espalda – he estado varias veces en esta situación ¿sabe? Es muy aburrido. Al final, siempre, todos, acaban diciendo lo que saben. Los más inteligentes lo sueltan enseguida. – El hombre se volvió hacia Silvio - ¿Sabe padre? El dolor es algo terrible y, créame, yo sé cómo hacerle mucho más daño del puede soportar. – Tomó aire – Si aguanta demasiado acabará desmayándose de dolor y entonces tendremos que despertarle. – Se le iluminó la cara - ¿Sabe lo que haremos? Le cogeremos y le meteremos la cabeza en la pila del agua bendita ¿Qué le parece? – Rió y se volvió hacia atrás - ¿Qué os parece chicos? Cuando este cabrón se nos desmaye de dolor le haremos un buen bautismo. – Volvió a mirar a Silvio. Y esta vez susurró de cerca, sádico y apestoso – Te arrancaremos los párpados, te romperemos las piernas, las clavículas, los codos, los dedos; todos los dedos, uno a uno y lentamente. Te ataremos a una columna, te romperemos las rodillas y te obligaremos a mantenerte de pie. – Se acercó aun más. Sus labios secos y agrietados casi rozaban la el lóbulo derecho de Silvio - ¿Se lo imagina, padre? ¿Puede imaginar el dolor clavándosele en la nuca como una daga? ¿Lo siente? – El tipo se incorporó. Y recuperó su voz grave. – Es mejor para todos que hable cuanto antes. Le dejo unos minutos para pensarlo – dicho lo cual, salió de la sala.

Era capaz de hacerle todo aquello, no había duda. Aquel discurso, además de aterrador, le había parecido de lo más razonable. Silvio nunca estuvo hecho para ser un héroe. Su vida había transcurrido sin aventuras ni pasiones, sin devoción ni amor más allá de Dios. No, Silvio no era un héroe. Cualquiera comprendería que hablase bajo tortura. “Siempre, todos” acaban hablando. ¿Por qué llevaban si no los soldados cápsulas de veneno para suicidarse antes del interrogatorio? Por que saben que no soportarán la tortura.

¿Era esta la última hora que Dios le había preparado como premio a una vida dedicada a la dócil transmisión de su mensaje? ¿Acaso merecía él morir de dolor, ahogado en su propia sangre, por salvarle la vida a un asesino? No, desde luego que no. Su destino tenía que estar en otro lugar. Su muerte debía ser tranquila y sin sobre saltos, como su vida. Silvio sólo quería morir tranquilo, arropado, bendecido, en su cama y rodeado de sus amigos. No bajo los golpes de un sádico con los zapatos sucios y los bajos del pantalón cortos. Su muerte tenía que estar en otra parte.

La cabeza agachada precipitaba las gotas de sangre al vacío. La mayoría chocaban primero en su rodilla izquierda y luego se deslizaban tibias hasta el suelo. Allí, un pequeño charquito empezaba a tomar consistencia. Cuando vio el reguero de sangre de su pierna volvió a acordarse se Cristo. Levantó la cabeza para mirarle pero encontró al hombre alto entrando por la puerta con un cáliz enorme en la mano. Iba a aplastarle los dedos con él; lo supo enseguida.

Dejó el cáliz en el suelo y miró a Silvio.

- ¿Ha pensado en lo de antes, padre?

Silvio estaba empezando a marearse por el frío, el dolor y la pérdida de sangre. Notaba el labio y la mandíbula muy hinchados. El frío parecía calmar un poco el dolor de la fractura, pero ya le había congelado los pies y estaba tiritando sin control. La piel de sus muslos empezaba a amoratarse.

¿Qué podía hacer? Hablar, sí, pero ¿cómo lo explicaría después? En realidad sólo le habían pegado un par de bofetadas. ¿Qué diría? ¿Qué le contaría a la gente del pueblo? ¿Por qué iban a creerle? ¿Qué legitimidad tendría después de aquello? Nadie más volvería a confesarse con él. Tendría que dejar la iglesia, el pueblo, su pueblo, del que jamás había salido más de una semana seguida. Pero ¿qué sentido tenía soportar una tortura sabiendo que al final cedería al dolor? ¿Y si mentía? Podría decirles que Silvio estaba en un lugar distinto a donde en realidad estaba. Para cuando comprobaran el engaño, Silvio ya habría huido. ¿Pero no era ese el mismo final? Tendría que dejar su iglesia de todas formas. Dejarla y vivir atemorizado el resto de sus días pensando en ese hombre alto que vendría a por él para machacarle los dedos con un cáliz dorado. A buen seguro que no les sería difícil encontrarle.

- Padre, vamos a hacer algo, ¿le parece? Voy a traerle a usted algo con lo que pueda escribir, voy a liberarle las manos y va usted a decirnos el lugar a donde ha huido su amigo Diego. – El hombre volvió a darle la espalda – Julen, - dijo dirigiéndose a uno de sus acompañantes – ve a buscar algo donde nuestro amigo el cura pueda escribir. Va a contarnos donde está ese cabrón.

En realidad Diego no había ido a ninguna parte, estaba allí mismo, bajos sus pies. Tras contarle la historia le suplicó que le dejase esconderse en la iglesia. Al igual Silvio, conocía la trampilla que había bajo la capilla lateral. Una pequeña portezuela de madera tapada con una alfombra que daba acceso a un zulo diminuto donde, desde hacía siglos, se guardaban las cosas que no hacían falta en a diario. “Silvio, por favor, déjame quedarme unos días ahí, te lo suplico”, le había dicho con lágrimas en los ojos, “no vendrán a buscarme aquí, estoy seguro.” Se había equivocado, claro. “Sólo hasta que las cosas se tranquilicen, luego buscaré la manera de huir a Francia... Silvio…” No había podido negarse.

Ahora no podía dejar de pensar en las hijas de Diego. La más pequeña, Ana, una niña rubia y bonita como un ángel, se había despedido de él con un abrazo y unas flores que había recogido en la montaña. Se la llevaron engañada, diciéndole que iban a hacer un viaje a la ciudad. No podía dejar de pensar en la imagen de Ana despeinada, encantadora, angelical, con su bracitos extendidos y las manos llenas de flores. Si confesaba, ninguna volvería a su padre.

Julen, algo más bajito pero mucho más ancho que su jefe, había obedecido en silencio a la orden de su jefe y ya estaba de vuelta con un papel en el que había algunas anotaciones sin importancia. Al verle entrar el hombre alto se tanteó el bolsillo del pantalón. Sacó la pequeña navaja y un lápiz que arrojó al suelo junto al cáliz. Desenfundó la navaja y se acuclilló detrás de Silvio. Con un solo movimiento cortó las tres abrazaderas.

Silvio no tenía elección. Hablaría y le pediría a aquel hombre que le pegase un tiro. Eso es en lo único que pensaba ahora: en morir. Ya le daba igual no hacerlo tranquilo y en la cama. Sobrevivir a lo que estaba ocurriendo significaba ver morir a Diego y soportar la mirada de a Ana cuando regresasen al pueblo al terminar la guerra. Ese era el peor castigo posible. Silvio sólo quería no sufrir, morir cuanto antes. Confesar y pedir que le matasen antes que a su amigo. Si, eso haría. Hablaría. Escribiría: “Está debajo de este suelo”, eso exactamente. Y luego pondría, “mátenme a mi primero”. Muerto no tendría que preocuparse de nada más, todo habría terminado. Además ¿cómo podía estar seguro de que su silencio le salvaría la vida a Diego? Era muy probable que a alguno de aquellos tres matones se le ocurriese que Diego podía no haber escapado nunca. El hombre alto había dicho que alguien le vio entrar, pero no que alguien le viese salir. ¿Cómo no se habían dado cuenta de eso? Sin duda no tardarían. Él no podía hacer nada. Ya habían dado con Diego.

La liberación de las manos les devolvió a los dedos el riego sanguíneo y con este vino el movimiento, el hormigueo, la calidez y una cierta sensación de vida, de renacimiento. Consiguió, no sin dolor, poner las manos sobre las rodillas. Tenía los hombros entumecidos. Abrió y cerró varias veces los puños para comprobar que los dedos seguían funcionando y luego cogió el lápiz que le ofrecía el hombre alto. El papel estaba sobre sus rodillas.

La mano derecha sostenía a duras penas el lápiz. Temblaba tanto que se veía incapaz de hacer un trazo correcto. Haciendo un gran esfuerzo y respirando profundamente empezó a escribir. “Está de…” En ese momento se escuchó un ruido seco.

Diego estaba aterrado. Hacía ya más de una hora que esos dos hombres estaban ahí arriba con Silvio. Diego no podía dejar de pensar en él. Lo imaginaba desnudo, tumbado boca arriba encima de la vieja mesa de madera, las lágrimas rodando por los lados de su cara taponándole los oídos. Amordazado y aterrado. Lo imaginaba fiel. Dispuesto a soportar cualquier cosa antes que delatarle. Entero y leal hasta la muerte. Diego había escuchado las amenazas, pero sabía que aquello no iba a intimidar a su amigo. Silvio no iba a delatarle, pero si iba a sufrir. Iba a sufrir mucho sin merecerlo. Diego también pensaba en sus hijas. Marta, la más mayor; Silvia, a la que él y su mujer habían puesto el nombre precisamente en honor al cura que la bautizó; y Ana, la pequeña Ana, llena de vida y de futuro. Pensaba ellas y también en su mujer, Carmen. Había prometido no abandonarlas, regresar a su lado.


Diego se sentó un momento a pensar: si salía no podría hacer nada, le matarían enseguida; si se quedaba allí metido… acabarían encontrándole. Torturarían a Silvio, le matarían, y luego registrarían la iglesia. Darían con él, no tenía escapatoria. Le encontrarían, le sacarían del agujero, Diego miraría el cadáver de Silvio, pálido, destrozado por completo, magullado, desangrado hasta el límite, exprimido, y moriría con esa imagen en la retina. De conseguir escapar viviría con ella en la memoria para siempre. ¿Qué clase de hombre permitiría que su mejor amigo diese su vida en vano? ¿Qué clase de padre, qué clase de ejemplo sería pasa sus hijas? ¿Podría vivir con ello?

Tenía que salir. Todo aquello había terminado. Aunque no le encontrasen ahora sus posibilidades de escapar sin la ayuda de Silvio eran nulas. Nadie más en el pueblo ayudaría a un fugitivo. Le encontrarían antes incluso de abandonar el pueblo. Alguien le delataría. Era imposible escapar a los ojos de todos. Tenía que salir. Prefería que sus hijas le recordasen como un hombre honrado que cometió un error, que como un vil fugitivo muerto de dos tiros por la espalda en medio de un campo en una noche de invierno. Inspiró fuerte y subió unos peldaños con las manos extendidas hacia arriba. Pronto notó la tabla de madera. La tanteo con las yemas de los dedos hasta encontrar el viejo pestillo oxidado. Volvió a inspirar fuerte y con un movimiento seco y ruidoso lo descorrió.