domingo, 24 de diciembre de 2006

Cuanto de Navidad

Un día, por estas fechas, llegó a mi casa de algún modo inexplicable una felicitación de Navidad. Había aparecido una mañana frente a la puerta, abandonada como un cesto que contuviese a un recién nacido. Mi madre abrió la puerta para barajar el cielo y el paisaje buscando en ellos, como cada mañana, alguna certidumbre con la que pasar el día. Observó el horizonte vacío, las montañas con las primeras nieves, el 4x4 familiar con los cristales anegados de hielo, los árboles desnudos de la entrada: el vacío enorme que nos rodeaba en todas direcciones desde que mi padre había decidido cambiar de vida, renunciar al mundo, al odio, y huir con mi madre y conmigo a las montañas. Fue al bajar la mirada, en un gesto distraído, como recordando de pronto de que había un mundo por debajo, cuando la encontró.

Entró en casa con ella en la mano y la dejó encima de la mesa de la cocina. Mi padre bebía café en una taza grande del Starbucks y ojeaba un dominical atrasado con Scarlet Johanson en la portada. Al principio no prestó atención y siguió leyendo. “Yassir, mira lo que había en la puerta”, dijo al fin mi madre con los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho. Entonces miró: un pequeño rectángulo de cartón fino, de tamaño cuartilla, rojo por los bordes y blanco por la zona central. La frontera entre los dos colores pretendía dar la sensación de que el fondo era rojo y el blanco correspondía a la nieve. Sobre esta había escrito un pequeño mensaje: “El BSCH le desea una Feliz Navidad”, rematado más abajo, en la esquina inferior derecha, con el lema: “Queremos ser tu banco”.

Con la mirada clavada en aquello, mi padre cerró el dominical y dejó el café sobre la mesa. Aun sin perderlo de vista, como si mirase una bomba a punto de estallar, se levantó, muy lentamente para no producir vibraciones. La imagen era terrible. Yo miraba desde el marco de la puerta intentando comprender el significado de aquel rostro. Nunca había visto a mi padre tan ausente, tan derrotado, tan descubierto. Con dos dedos, como alzando el cadaver de un pájaro muerto, levantó la tarjeta, se acercó el cubo de la basura y la tiró. Una esquina roja permaneció fuera aun después de haber cerrado la tapa. Yo fui el único en percatarse. Me quedé observando aquel punto de color mientras mi padre volvía a tomar asiento y apoyaba los codos sobre las rodillas, la frente en la palma de las manos y barajaba con los dedos el cada vez más escaso pelo cano. Aquella esquinita contrastaba con todo lo demás: con el paisaje, con la nieve, con la madera de las paredes, con el camisón de mi madre… era un objeto fuera de sitio, una grieta en el mundo real por la que, en esos momentos, mi padre discurría hacia su propio pasado.

Tardamos dos días en recogerlo todo y bajar a la ciudad. Mientras mi madre metía la ropa en los armarios, mi padre fue a morir al hospital.

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