viernes, 1 de diciembre de 2006

Relevo (1.'el apartamento')

Introdujo la llave en la cerradura y sintió las vibraciones del acoplamiento de los dietes en el interior. Giró a la izquierda y sintió que la puerta se liberaba del marco. Las bisagras crujieron primero agudo y después grave. Ante si encontró el apartamento desnudo. En las paredes, las marcas blanquecinas de cuadros ausentes. El olor a cerrado y a polvo en los rincones. La penumbra viciada y solitaria de una casa sin dueño.

Entró y dejó la maleta de piel allí mismo. Era un piso pequeño. Una habitación a la izquierda comunicaba con un salón modesto que quedaba en el centro, delante de la puerta, y del que salía, hacia la derecha, un pasillo que acogía un baño pequeño y una cocina dimunita. Detrás de la puerta de entrada encontró un paragüero y una pieza de madera clavada en la pared para colgar los abrigos. Se quitó la bufanda, la gabardina, y los colgó.

Fue al baño y abrió el grifo del lavabo y el de la ducha. Las tuberías se quejaron y vibraron con un sonido grutal y metálico que agitó un poco las paredes. A trompicones, como tropezándose, tosiendo como un abuelo asmático, el agua, amarilla, empezó a fluir. Los dejó abiertos mientras hacía pis y tiraba de la cadena; también mientras iba a la cocina a abrir el grifo del fregadero. Una vez allí encendió la caldera usando su mechero y buscó un enchufe para la nevera, pero iba a tener que separarla de la pared. No tenía fuerzas. Además, no tenía comida que refrigerar. Volvió al baño a cerrar los grifos y comprobó aliviado que el agua ya era limpia. Cerró el grifo del lavabo y el frío de la ducha: quería ver si la caldera calentaba. Al rato desistió. Regresó a la cocina y también cortó el agua. El silencio momentáneo dejó paso al murmullo de la ciudad, un susurro que se colaba por las ventanas sucias. Las abrió todas: la de la cocina, que a penas era un tragaluz; la del salón, por la que entró un viento helado que le limpió de antigüedad y claustrofobia los pulmones; y la modesta ventanita de la habitación.

No había armarios empotrados en ella, era un alivió. Siempre tenía la sensación de que la pared iba a tragarse su ropa. Tenía la sensación de que alimentaba a un gran monstruo de madera con un estómago que se perdía en el infinito de las paredes; un bicho insaciable atrapado entre los muros de carga del edificio; una bestia que intentaba liberarse para devorarlo todo: la cama, las cortinas, el sofá, la televisión. En esa casa desde luego no había nada más que devorar. El vater le pareció demasiado asqueroso incluso como para comida de armario empotrado, y la nevera tenía un especto fiero y no creía que el armario se hubiese atrevido a plantarle cara. No descartaba incluso que, en su calidad de electrodoméstico, la nevera saliese en defensa del televisor.

El armario no empotrado era, en fin, inofensivo, y estaba vació. La mitad de la izquierda por completo y la de la derecha tenía hasta media altura una estructura de madera con cuatro cajones, también vacíos. No lo ponía, pero tenían nombre: calzoncillos, calcetines, camisetas interiores, y resto de cosas. Debajo del cuarto cajón, el último empezando por arriba, guardaría dinero y cosas importantes. Era un sitio perfecto para papeles los papeles confidenciales que no manejaba y las cartas sexualmente explícitas de las amantes que no tenía.

Debajo de la cama, una caja de cartón remendada con cinta de celo ancha contenía a duras penas una manta verde, una sábana que había sido blanca y una almohada famélica que se había autoconsumido con el tiempo como un preso en huelga de hambre. Puso la caja encima del colchón y estiró la manta y la sábana. Volvió hasta la puerta y arrastró la maleta a la habitación para ponerla también sobre la cama. No había traído consigo mucha ropa a pesar de que sabía que tendría que estar unos meses. Colgó sus dos chaquetas con sus dos pantalones de vestir, también los dos pares de vaqueros de tela clara, las camisetas, tres negras exactamente iguales y una blanca, todas sin marcas ni nada más que color plano, un jersey de lana negra y unas zapatillas de andar por casa que tenían agujeros en la punta y las suelas despegadas por los laterales.

Los calzoncillos blancos idénticos los metió en el primer cajón. Los calcetines, todos del mismo azul marino oscuro, en el segundo. Las camisetas interiores en el tercero. En el cuarto metió la pistola, un par de bragas de su ex mujer, una foto de su ex perro jugando con su ex hijo, y un bloc de notas que había comprado en el aeropuerto y en el que sólo había escrito: “la vida es una mierda y hace frío”.

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