sábado, 2 de diciembre de 2006

Relevo (2.'en el despacho')

Era pronto aun, las 11 de la mañana. Había volado toda la noche y había llegado temprano al aeropuerto. El taxista había dado más vuelta de la necesaria, pero me daba igual, me apetecía dar pasear y recordar lo poco que me gusta Madrid. La factura iba a pagarla la empresa. Me reconfortaba ese pequeño acceso de maldad, estar callejeando cerca del parque del retiro costándole a mi jefe in dinero innecesario.

Primero tenía que pasar por la oficina a firmar unos papeles y recoger las llaves de su nuevo piso. El portero me saludó efusivamente. Estaba cojo y era calvo desde los 30 años. A pesar de todo tenía mujer e hijos. “Cualquiera puede casarse”, pensé. Iba con prisa, pero le agradecí los cinco minutos de conversación durante los que me enteré de que al pobre hombre habían operado de la espalda hacía un mes. Para colmo su mujer se había separado de él ("le habrá dejado por calvo", pensé) mediante un divorcio express que consiguió tras argumentar unos malos tratos que no existieron nunca. O eso decía él. Desde luego yo no le veía capaz ni de matar una mosca. Ahora estaba en juicio, soltero y en postoperatorio. No encontró la diferencia. Estaba en rehabilitación, cicatrizando en general.

El taxi esperaba y la factura seguía aumentando. Podría haber acabado la carrera ahí; hubiera sacado la maleta del taxi, el cojo cicatrizante se la habría cuidado gustoso y yo habría subido tranquilo a hacer lo que tenía que hacer. Pero en realidad no necesitaba esa tranquilidad, estaba disfrutando estúpidamente con aquello.

Sabía que llegaba tarde, no demasiado, pero si suficiente. En el descansillo me encontré con el tipo al que tenía que sustituir. Lo normal era no verle, de hecho no le había visto nunca en persona, pero le conocía por fotos. Aquel era uno de esos auténticos gilipollas melancólicos que necesitaban la tristeza como un hemofílico necesita la sangre. Irascible y depresivo. Burdamente irónico. Torpe, triste y marrón. Ojos lluviosos y humor dicotómico. Una calamidad imbuida de un patetismo que se acentuaba notablemente con los sarcasmos mal logrados que soltaba como si fuesen genialidades. “Es la última vez que me quedo mas tiempo por que a ti no te sale de los cojones llegar a tu hora. Pero ¿quién te has creído que eres? ¿qué piensas, que yo no tengo más cosas que hacer? ¿eh? ¿crees que eres el único con una agenda apretada? Mírate, con esa maleta vieja. Vaya cara de pasmado, ¿qué miras? Aprende a ser un profesional”. No le partí su puta bocaza por no tocarle. Prefería dejarle marchar después de su monólogo, frustrado por no haberme inmutado con su retahíla de preguntas y ataques personales. Patético berrinche. Los dos sabíamos que no podía irse hasta que yo no llegase a la ciudad, éramos parte de una sucesión, yo iba después de él como el lunes va después del domingo.

El jefe no dicho nada, sabe que no merece la pena discutir, las cosas cambian con el tiempo y normalmente no hay nada que hacer. Nada más entrar me dio la mano y se puso detrás de la mesa a mirar por la ventana. Era un octavo con buenas vistas. Tardó un par de minutos en darse la vuelta y yo ya había tomado asiento en una vieja silla coja de patas metálicas forrada de “piel”. La suya, sin embargo, era una butaca mullida de Piel marrón. Había que dejar claro quién mandaba. Sentado en mi silla era imposible revelarse, imposible tener orgullo, imposible tener valor y sentirse suficientemente bueno como para ascender y desbancar al jefe de su butaca y su despacho con vistas. Era una batalla psicológica perdida de antemano. Para ganar, había que evitar aquella silla. Yo acababa de perder. Pero era una batalla que no me interesaba, estaba mejor así: viajando. Además, ya lo dije: no me gusta Madrid. No sé por que tendría que querer quedarme aquí. Prefiero el hemisferio sur. Me gusta sentirme pobre, estar con los débiles. En el fondo, yo también tengo algo de melancolía, pero no es un sinónimo de mi mismo. Yo no soy melancolía. Esa tristeza solo me roza, no nos conocemos, nos sentimos, pero no nos analizamos, no profundizamos en uno en el otro, nos besamos y nos dejamos marchar.

“No se lo tengas en cuenta, ya sabes cómo es", dijo en cuanto se hubo acomodado, "le he ofrecido baja por depresión, que se tome unas vacaciones, pero no quiere. Dice que morirá trabajando”. Suspiró, se sentó, se inclinó hacia su derecha y abrió uno de los cajones del escritorio. Sacó unos papeles, los colocó encima de la mesa y les echo un vistazo rápido por encima. Lamió repugnantemente el dedo corazón de su mano izquierda –es zurdo- y pasó las páginas. Seis, conté. Agrupadas por parejas y en un intervalo de colores blanco-rosa, blanco-rosa, blanco-rosa. “Toma, tienes que firmar las blancas aquí abajo”, dijo señalándome con el dedo la esquina inferior izquierda. Me sabía esos contratos de memoria, eran temporales, de aproximadamente tres meses, aunque yo también dependía de que me sustituyesen a tiempo, con lo cual tampoco me preocupaba. El día antes de irme simplemente me llamarán y me dirán: “mañana te vas, pásate a primera hora por el despacho con los informes y las llaves del piso”. Era sencillo.

Volvió a inclinarse.

“Estas son la llaves se tu piso. Calle del Limón número 16. Es un piso pequeño pero te apañarás.”

Me las meto en el bolsillo y me levanto. Entonces me acuerdo.

“Voy a necesitar algo suelto para el taxi, jefe.”
“¿Cuánto?”
“Pues no lo sé, había un atasco terrible para entrar –miento- y ahora está ahí abajo esperando.”
“Toma, 70€, es todo lo que tengo. El piso no está lejos de aquí, si te cuesta más que eso mándale a la mierda de mi parte.”
“Lo haré, jefe.”


(PD: mejor en primera persona)

1 comentario:

Anónimo dijo...

y qué pasó antes?