miércoles, 22 de noviembre de 2006

Confesiones (2ª parte)

Hacía mucho que no hablaba tan claro con nadie. Era difícil prever una reacción a todo lo que acababa de decir. En cinco minutos había puesto encima de la mesa y con una sobriedad y una tranquilidad absolutas, la mayoría de las miserias que me atormentaban. Acababa de desnudarme como sólo lo hacía conmigo mismo. Ella seguía fumando como si tal cosa. Recuerdo aquella vez que nos desnudamos. Fue el mismo año que ella se fue, el año en que la mudaron. Era un viernes, ella estaba con gripe en casa, llevaba ya un par de días con fiebre y estaba empezando a mejorar. Sus padre tenía una cena de empresa y su madre tenía que acompañarle, había pensando en quedarse, pero viendo que estaba mejor, que le fiebre bajaba y que ya comía con normalidad, decidieron dejarla sola en casa. Ella me llamó para contarme que ya estaba mejorando, que se encontraba mejor, que había desayunado un zumo de naranja con tostadas. Me preguntó si yo las tostadas las hacía con pan de molde o con pan normal, y me regañó por hacerlas con pan de molde. Me preguntó, sabiendo la respuesta, que qué iba a hacer esa noche. La respuesta era que nada. No lo dijo, pero el silencio que vino después me pidió que fuese a hacerle compañía. Le dije “esta noche voy a hacerte compañía para que te mejores del todo”. Ella se rió. “Trae una peli”. Yo le llevé la manta con la que me tapaba yo cuando me ponía malo y una cinta con “Los amantes del círculo polar” grabada. Buen gusto para tener 16 años. Ella 15. La película la había grabado mi tía del plus hacía unas semanas y se la había dejado a mi padre. Él me había dicho que le había gustado. Lo mejor es que no tenía anuncios entre medias y podía verse del tirón.

Cuando llegué me dije que la mejoría debía ser interna. Ella ya era pálida de por si, pero aquel día lo era aun un poco más. Llevaba un camisón blanco con dibujos muy grandes en rojo y por encima de los hombros una manta. En los pies unas zapatillas de casa con forma de gorila. El pelo muy largo, al menos un palmo por debajo de los hombros, enmarañado. Sonrío al abrir la puerta y sin decir nada se dio la vuelta y caminó, lentamente, arrastrando la manta, hacía el sofá y allí de dejó caer como un cadáver.

Yo cerré la puerta. Hacía mucho calor allí, la calefacción debía llevar puesta todo el día. A mi me vino bien por que había venido en manga corta a pasar del frío. Vivía muy muy cerca.

Entré en el salón y dejé la cinta encima de una mesita de cristal que estaba entre la televisión y el sofá, tiré la manta en el otro sofá que había y me senté. Ella en seguida me miró.

- Nooo… – maulló – Ven aquí, conmigo.

Como con desgana, fingiéndola, indudablemente, me levanté, ella se incorporó ayudándose con los brazos y esperó a que me sentase donde antes estaba su cabecita. Al sentarme ella volvió a dejarse caer y descansó sobre mi pierna. Estaba caliente. Puse mi mano en su cintura, notaba perfectamente el valle que había entre sus caderas y sus costillas, aquello era nuevo. En poco tiempo su cuerpo había cambiado mucho. La televisión estaba encendida, pero tenía el volumen quitado. Yo suspiré y le acaricié un poco el pelo, luego el cuello. Estaba muy caliente. Bajé la mano desde el hombro hasta la cintura, hasta el muslo. Con miedo a estar yendo demasiado lejos, volví al pelo, acariciándolo despacito, delicado.

- Vas a conseguir que me duerma.
- No quiero que te duermas… - dije mientras procuraba poner más cuidado aun en mis caricias – Te he traído mi manta de estar enfermo, seguro que está llena de microbios y bacterias. – No dijo nada. Yo permanecí un tiempo en silencio, viéndola con los ojos cerrado, respirando tranquilamente, completamente en paz. – ¿Pongo la película?

Tardó tanto en contestar que primero pensé que no quería y luego que estaba dormida. Pero no lo estaba.

- Estoy muy a gusto cuando estás cerca.

El cumplido me sentó bien, me puso de buen humor, pero no quise decirle que a mi me pasaba lo mismo, no quería hablar de lo que sentía por ella, del miedo que me daba perderla, que se fuese, que no me besase.

- Eso no es una respuesta.
- Si lo es, - dijo con los ojos cerrados – quiere decir que lo que me importa es que estés aquí, que si la pones y luego vuelves me da igual. - respiró profundamente y se acomodó acurrucándose como un gato - Si vuelves todo me da igual.

Aquello me dio confianza. Me agaché y le susurré al oído, “yo siempre voy a estar aquí”. Se lo dije como con secreto, muy bajito, como si no quisiese que eso fuese a afectar al resto de la conversación. Ella dio un respingo, abrió los ojos y se tumbo boca arriba. Los pies se le salieron por debajo de la manta, aquellos gorilas con ojos de plástico. Me miró, sacó su mano derecha de la manta, la puso en mi mejilla y me acarició mientras me miraba a los ojos. La besé. Muy despacio. Era la primera vez que nos besábamos, acabábamos, sin saberlo bien, de romper un muro. Cuando me quise separar para mirarla, para darme cuenta de que todo era verdad, ella me puso la mano en la nuca y me acercó a sí aun más. Nuestras lenguas se empaparon, se juntaron como si se reencontrasen en algún andén después de años y se fundiesen en un abrazo cálido e intenso, como si siempre hubiesen estado juntas pero algo muy fuerte las hubiese obligado a permanecer lejos la una de la otra. Pegó un salto del sofá y se puso de pie delante de mi.

- Levántate. – me dijo muy seria

Yo, atónito, obedecí. Sin la manta por encima de los hombros pude notar que no llevaba sujetador, se intuía su pecho debajo de la tela ligera del camisón. Era terriblemente excitante. Me miró a los ojos. Se mojo los labios con la lengua y se apartó el pelo de la cara. Volvió a mirarme y sin dejar de hacerlo apartó de sus hombros los tirantes del camisó. Este calló hecho un burruño encima de los gorilas. Fue un segundo. Tampoco entonces pude aguantarle la mirada. Los ojos se me fueron automáticamente al suelo. Desde allí los alcé poco a poco: sus rodillas, sus braguitas negras, su ombligo, la cintura que estaba acariciando hacía solo 2 minutos, su pecho, pálido como toda ella, con los pezones oscuros y pequeñitos, el dibujo perfecto de sus clavículas, su cuello, su boca, sus ojos... Era incapaz de mirarlo todo a la vez. Se acercó a mi y agarró fuerte la parte baja de mi camiseta. Yo levanté los brazos y me la quitó. Luego desbrochó el botón del pantalón, con movimientos torpes pero con una eficacia sorprendente. Yo estaba preocupado. Tenía una erección increible, con el pantalón quedaba disimulada, pero cuando lo quitó, detrás del calzoncillo te notó perfectamente. Ella sonrió un poco, sólo un gesto, como pensando que aquello no debería estar de aquella forma, que no había razón, que yo estaba loco por que su cuerpo me exitase así. Yo no sabía qué pensar, qué prever, no podía imaginarme nada, estaba bloqueado, mi cuerpo estaba allí, frente al suyo, los dos semidesnudos, pero mi mente aun estaba acariciándole el pelo. Me abrazó y yo me quedé frío, asustado. Pero también la abracé. Noté su cuerpo caliente pegado a mi. Cuando la rodeé con mis brazos ella suspiró y apoyó su cabeza en mi hombro. Me sentí responsable de ese cuerpo, como si me lo hubiese regalado y ahora tuviese que cuidarlo mucho, siempre.

Se le escapó una lágrima.

- No quiero irme
- Ni yo que te vayas
- Te voy a echar de menos, mucho.

Ahora me acuerdo de todo aquello. Aquella noche no vimos película ni hicimos nada más que estar juntos, aprovechando cada segundo, respirándonos. Me fui casi a las 3. Le dejé mi manta. A los dos meses de mudarse me escribió diciéndome que acababa de ver en casa de otro chico “los amantes del circulo polar”, que le había encantado, que me echaba de menos.

Al final puso: “valiente”.

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