miércoles, 24 de enero de 2007

El último tramo de Tom French

Tom French era, en aquellos días, un hombre metódico. Se ganaba la vida arreglando relojes de pared de cualquier tamaño: lo mismo le daba el cuco que el péndulo, la cuerda que el enchufe, el siglo XIX que el XX; Tom French era todo un profesional. Arreglar relojes era simplemente un don familiar del que no renegó. Cuando le abría las tripas a alguno de aquellos mecanismos inundados de engranajes y exactitud, tenía la sensación de estar hurgándole en las entrañas al tiempo. Se sentía una suerte de Dios armado con destornillador imantado, lupa de cuello grasienta y linterna de pila grande.

Todas las mañanas, Tom French salía de casa a las 10. Trabajaba muy hasta tarde por que sólo lo hacía de noche. Aun así se despertaba a las 9. Cinco horas eran mucho más que suficiente.

Vivía en un tercero izquierda. Bajaba las escaleras despacio, deslizando siempre su mano áspera por la vieja barandilla. Tenía que bajar tres pisos: seis tramos de escaleras. Todos menos el último, que, además, era ligeramente más largo habían sido recientemente reformados. Los desgastados escalones de madera habían sido remplazados por lustrosos e indestructibles escalonazos de mármol. Cuando empezaba el invierno se enfriaban y ya no volvían a calentarse hasta mayo. A Tom French le había molestado mucho la reforma, con la que, por otro lado, el resto de sus vecinos estaban sinceramente satisfechos. Menos mal que al bueno de Tom le quedaba el último tramo. Disfrutaba del crujido intenso y quejumbroso de la madera moribunda; un crujido cálido que rebotaba en las paredes del descansillo como un lamento centenario. Alguna vez pensó que había algo de sadismo en aquel disfrute, pero concluyó deprisa que era sólo otra faceta de su amor por el tiempo.

A Tom French le sorprendía que no hubiesen cambiado ese último tramo pues era, con diferencia, el más gastado. Tenía sentido: cualquiera que subiese a su casa, viviese en el piso que viviese, tenía que remontarlo. Era el único que tenían en común todos los vecinos. El segundo tramo era evitable por algunos ya que, en el descansillo del que partía ascendente, tenía el novísimo ascensor su punto más bajo. Pero ya ven, aun bajando en ascensor, todos tenían que descender el último tramo.

Tom French no comprendía. En su edificio de la Caba Baja, al borde la de ruina, la vejez se respiraba como otro componente del aire, indisociable de él. Si uno aspiraba por la boca, casi podía saborearla. Tom French, hombre poco sociable, de sesenta y muchos, delgado y alto, con gafas antiguas de cristales ahumados, abrigo largo en invierno y camisa clara en verano, amante del café, del sonido violento de las contraventanas, del amor de los libros y del de si mismo, vivía horrorizado pensando en el progreso. Los relojes estaban en todas partes y eran de todas las formas y colores. Complementos accesorios y desalmados. Relojes en los teléfonos móviles, relojes en los coches, en las cruces de las farmacias, en las paradas de autobús, a la entrada de los bancos, en las radios portátiles, en los ordenadores portátiles, en los termómetros publicitarios de las esquinas… relojes si alma por doquier.

Tom French cada vez salía menos. Le dolían mucho la espalda y el corazón, pero era un hombre duro. Cuando salía a pasear o a tomar un café, procuraba hacer siempre el mismo recorrido, uno que no tuviese más relojes que el suyo: uno dorado que había heredado de su abuelo. Un día Tom French sintió un dolor muy agudo en la parte baja de la columna y calló de rodillas al suelo. Los que por allí pasaban fueron en seguida a socorrerle como se socorre a un pobre ancianito impedido al que le ha fallado el corazón. El dolor era tan intenso que después de derribarle y hacerle poner los ojos en blanco, acabo por provocarle un desmayo.

Cuando Tom despertó estaba en un hospital. En uno muy blanco. Sobre sus pies había un sobre con radiografías y en el fondo, pegado con espadrapo a la barra de hierro que marcaba el fin de la cama, un bote traslúcido y de tapón rojo que contenía una especie de grumos cartilaginosos. Tom supo después que aquello era su hernia, que le habían operado de urgencia y que había esquivado de milagro la silla de ruedas. Su hermana, su única hermana, que vivía en Segovia, ya estaba de camino. Cuando el médico le dijo: “pero hombre, cómo no había venido usted antes, tenía que dolerle la espalda una barbaridad”; Tom no supo qué responder.

Le dieron el alta mucho después, casi pasó allí veinte días. Veinte días rodeado de progreso y de enfermeras. El olor a desinfectante se le había pegado a la piel.

El día que le dieron el alta, a Tom le dolía el pecho.

Sally, la hermana, insistió en quedarse con él unos días, pero Tom se lo prohibió. Accedió a que le acompañase en taxi y le ayudase a subir sus cosas a casa. Sally conocía bien el trayecto del hospital a casa de su hermano por que había tenido que hacerlo varias veces para llevar y traer ropa y algunos otros enseres de aseo personal. Había aprovechado para ordenar un poco la casa y quitarle el polvo. Ahora todo relucía y olía a pino.

- Verás qué bien te he dejado la casa. – le dijo su hermana después de darle las indicaciones al taxista - toda limpita. Hay que ver Tom, la tenías hecha un asco, con todos esos cacharros inmensos cogiendo polvo. Le he dado cera a la mesa del salón y a las estanterías. ¡Ah! Y también al parquet del pasillo. Ahora si parece una casa y no una habitación de pensión.

La hermana hizo una pausa y dejó de mirar por la ventana. Tom estaba blanco.

- Qué… ¿no dices nada? No hace falta que me des las gracias, lo he hecho por que he querido. ¡Ay! No sé cómo puedes vivir con tanto desorden. ¿Sabes Tom? Un día, cuando puedas andar bien, vamos a ir a comprar algo de ropa que la tienes toda comida por las polillas.

Tom seguía blanco, sin decir nada.

- ¡Ah! Por cierto, el último día que vine estaban terminando de cambiar la escalera. Ya era hora por que estaba tan gastada y vieja que cualquier día se venía abajo sin avisar.